domingo, 18 de noviembre de 2012

Yo no beberé tus lágrimas

Yo no beberé tus lágrimas. No. Ni ahora, ni mañana ni nunca. No masticaré tus penas ni tus delirios. No, yo no beberé tus lágrimas. No esposaré tus fantasmas ni sanaré las cicatrices que te dejó el pasado. No me contagiaré de esa inseguridad tan tuya que me mantiene tan lejos. Yo no beberé tus lágrimas. No barreré cada uno de tus remordimientos ni tampoco maquillaré tus ojos tristes que todavía ruegan serenidad. No caminaré con tu respiración en mi nuca, no cocinaré tus temores ni seguiré siendo una ficha más en tu tablero.
No volveré a beber tus lágrimas ni a enterrar tus culpas, no lijaré tus fantasías oxidadas ni endulzaré mis consejos como si fueras un chico. No, no dejaré que me sigas convirtiendo en el blanco de tus reproches ni que me regales todas tus ilusiones frustradas. Yo no beberé tus lágrimas. No volveré a escuchar todas las palabras que callaste. No dormiré con el dolor que grita a través de tu mirada ni encenderé la luz para terminar con tus pesadillas.

jueves, 15 de noviembre de 2012

No me dejes

En la oscuridad las palabras golpean contra las paredes. No me dejes. Retumba en el ciclo helado su voz diciendo no me dejes.
Caen pesados, heridos de muerte de amor, los sonidos de las palabras en una profundidad sin oídos. Un perderse para siempre en el vacío. Un herirse la piel con el filo de la luna. Un golpearse contra la indiferencia. Una explosión de venas, huesos y células en algún rincón del pecho. El dolor impulsando una reacción en cadena. El dolor multiplicando una figura mutilada en infinitos espejos. No. Me. Dejes. Un apagarse todas las estrellas de dos en dos de diez en diez de mil en mil. No me dejes no me dejes no me dejes.


No me dejes. Desde lo alto y oscuro de mi soledad te beso con la mirada y no lo sabes. Y no hace falta que lo sepas, ni nada. Es un placer observarte cuando no te das cuenta. Es hermoso y tonto mirarte cuando no te enteras. Verte actuar. Imaginar lo que imaginas. Suponer lo que piensas. Qué alegría inocente y obscena saber que lo ignorabas y haberte mirado tanto. No me dejes.


José Sbarra.

martes, 13 de noviembre de 2012

Un par de baratijas



Estaba de regreso en esa polvorienta estación. Los trenes pasaban, ella estaba sentada al lado del andén, jugueteando con su llavero. No parecía importarle la hora, aunque el reloj marcaba las 2 de la tarde. Ni siquiera estaba atenta a cual tren tenía que subir. Estaba ahí sentada, sola. Desenganchó una de las cosas que colgaban de su llavero, la dejó sobre el banco de plaza en el que estaba, y subió al primer tren que pasó.
Mateo era un pibe muy particular. Inteligente como pocos, muy astuto. Sin embargo no solía caerle bien a la gente. Atractivo, encantador siempre y cuando quisiera. Se podría decir que era un ganador. Pero la soberbia con la que se desenvolvía opacaba todas estas cualidades. A ella le llamó la atención desde la primera vez que lo vio.
Ella era completamente distinta. Su nombre era Mariana, y aunque la mayoría de la gente le decía Mari, odiaba ese apodo. Su mejor cualidad no era la belleza, sabía que era encantadora, que para ella era natural caerle bien a la gente. Siempre se consideró inteligente, pero era consciente de que eso la hacía un poco engreída. Estaba convencida de que era una mina con mala suerte.
Se conocieron algunos años atrás y se hicieron amigos, mejores amigos, aunque Mariana lo amó en silencio desde siempre. La historia fue dando giros inesperados, hasta que se terminaron consolidando de alguna manera como una pareja. No respondían a los códigos convencionales. Es más, nunca asumieron que lo eran. Los unía un vínculo tan fuerte y complejo que ninguno de los dos era capaz de desmembrar. Socialmente decían que eran amigos, aunque cuando alguien le preguntaba a Mariana sobre qué tipo de relación los unía, ella se limitaba a decir “es raro”. Sin embargo, Mateo bajo ningún concepto asumía que no eran solamente amigos. La no aceptación pública de Mateo siempre la puso en un lugar horrible. No podía dejar de sentir que era la segunda, la que sobraba, nunca pudo terminar de creerle cuando él afirmaba lo necesaria que era en su vida. No obstante eso, eternamente soñó con la típica novelita en la que él un día se iba a despertar dejando todas sus malditas inseguridades de lado e iba a confesarle su amor.
Aunque Mariana siempre presintió que tarde o temprano Mateo iba a escaparse como una rata, nunca supuso que iba a comportarse tan literalmente como tal. Lo cierto es que cuando ella finalmente se animó a hacer algún tipo de reclamo, Mateo desapareció de su vida por completo, sin siquiera molestarse por darle una excusa creíble. Mariana quedó realmente desconcertada. Primero se sintió innecesariamente culpable, se lamentó tanto por haber llevado las cosas al extremo... Pasó meses buscando explicaciones, respuestas, repasando una y otra vez qué había hecho mal, reencontrándose con él en sus recuerdos, tratando de imaginar cómo estaba pensando… pero nada ayudaba, sabía que de seguir así iba a volverse loca. Literalmente, él había desaparecido, no respondía ni sus mails, ni sus mensajes de texto, y mucho menos iba a atender sus llamadas. Pero con el paso del tiempo y la persistente desaparición de Mateo esa culpa se transformó en enojo. En un enojo que terminó apoderándose de ella, hasta el punto tal de revelar en un mail lo patético que le resultaba. Las palabras le salían envenenadas, se aseguró de ser lo más hiriente posible y se lo envió. Nunca más volvió a saber de Mateo directamente. Por un lado se sintió aliviada porque liberó toda la carga que había acumulado durante tantos años, porque si bien lo amaba, sabía que él no sentía lo mismo y que era consciente del daño que le estaba haciendo. Pero por otro, no podía resignarse a la idea de que finalmente lo había perdido para siempre.
Lo único que le dejó fue un manojo de preguntas sin respuesta, un sinfín de promesas incumplidas, un baúl cargado de recuerdos y un par de baratijas europeas... una Torre Eiffel que Mariana llevaba colgada en su llavero, una Torre de Piza que había roto limpiando la mesita de luz donde estaba apoyada, y un sueco holandés que había perdido en la mudanza. Un año en Europa… y tres porquerías. ¡Las veces que le había recordado lo mucho que le gustaban los perfumes! ¡Y los libros! Mariana no era interesada. Pero siempre había creído que un regalo dice mucho de lo que significa una persona para uno mismo. Siempre creyó que Mateo iba a volver con un perfume francés, o con alguna edición inédita de alguno de sus libros favoritos… Porque precisamente eso era lo que ella había hecho mientras él no estaba, recorrió todas las librerías buscando una edición de “El señor de las moscas” que Mateo estaba ansioso por leer. Y después de que se lo enviaran de Córdoba lo tuvo finalmente en sus manos. Cuando intercambiaron el libro por los regalitos extranjeros se sintió la más estúpida, se creía burlada, parecía que se le estaba riendo en la cara. Y la expresión de Mateo, al notar su decepción, fue irreproducible.
Mirando de reojo los trenes que pasaban, Mariana recordaba esta situación casi sonriendo, a esa altura ya hasta le causaba gracia. Le resonaban en la cabeza sus palabras, casi dándole una explicación, como si ella la hubiera pedido: “No te traje otra cosa porque estuve a mil, Mar”. Un año en Europa y no tuvo tiempo… injustificable. Y Mar, él diciéndole Mar, era el único que le decía así. Pero esa escena, que de tan patética ahora hasta se volvía chistosa, también se veía embarrada por la ausencia. Porque los que se van, no se van solos.
Planes… cuántos planes habían hecho juntos. Viajes por el mundo, el primero sería a Egipto, luego recorrerían Europa, Mateo la llevaría a los lugares en donde estuvo cuando fue por primera vez. Siempre bromeaban con que si los treinta y cinco los encontraba solteros, iban a tener un hijo. Como en las películas. Mariana siempre creyó que la suya era una historia de película… a la que solo le faltaba el final feliz. Es más, estaba convencida de que el supuesto título para esa película sería “Persevera y triunfarás”. Porque siempre creyó que tenía una chance.
Esa estación de trenes había sido su lugar en el mundo, su propia burbuja. Caminar nuevamente y después de tanto tiempo por esos mismos andenes, sola esta vez, le resultaba tan desolador… Todavía no terminaba de comprender por qué había ido. Siempre había sido una fiel creyente del destino y de las causalidades. Y unas semanas atrás había soñado con Mateo, después de mucho tiempo sin siquiera acordarse de él.
Había vivido el último par de años casi por inercia. Su vida no era más que la típica rutina, trabajar, visitar a sus padres todos los miércoles cuando salía del estudio (porque hacía un año estaba viviendo sola), salir con sus amigas de vez en cuando, ya que hacía bastante había abandonado la constante caravana de todos los fines de semana. Si bien había hecho varios intentos, no había encontrado a nadie que la haga sentir plena. Siempre había creído que lo fundamental en una relación era poder ser ella misma, estaba segura de que no había nada más valioso que eso. Y por alguna razón, ningún otro hombre la había hecho sentir así. Y ya nada la ataba a Mateo… o si… todavía no era capaz de afirmarlo con seguridad.
Solo una vez volvió a verlo, lo cruzó de pasada en un Starbucks. Se sorprendió al ver que todavía seguía prefiriendo el Dulce de Leche Latte al igual que ella. Y supo notar en su mirada que a él le pasó exactamente lo mismo. Apenas se saludaron, no cruzaron más que un simple y cortado “¿cómo estás?”, queriendo saber del otro pero cuidando especialmente no demostrar demasiado interés. Mariana recordaba esta escena mientras llegaba a un banco alejado del último andén, era una tarde de otoño, bastante húmeda, pudo percibirlo porque su pelo estaba un poco más rebelde que de costumbre. Se sentó en el banco y se detuvo a mirar el cielo. Siempre le había gustado encontrarle forma a las nubes.
Ahora sólo le restaba cambiar de libro, escribir su historia, ni la de Mateo, ni la de ambos, la suya. Sin embargo, víctima de la intriga una vez más, como la mayor parte de su vida, sentía que ese día iba a poder, por fin, encontrarle un punto final a esta historia.
El reloj marcaba la una y media de la tarde. Mariana sin inmutarse recordaba aquella vez en la que bromeando, en ese mismo banco verde despintado cubierto en ese entonces por la sombra de un sauce llorón, habían acordado encontrarse dos años después a las tres de la tarde en esa misma estación. Planeaban superar el vértigo y tirarse juntos en paracaídas.